Dejadme que os cuente una historia sobre duendes, arcoíris y tesoros y vosotros mismos podréis sacar vuestras conclusiones.
Había una vez en la verde y misteriosa isla de Irlanda, un pequeño pueblo llamado Ballywhin, famoso por sus colinas cubiertas de tréboles y cielos que parecían capaces de esconder toda la magia del mundo. En este pueblo, todos crecían escuchando las historias sobre los duendes y sus travesuras, pero había una leyenda que destacaba sobre las demás: la historia de la olla de oro que los duendes escondían al final del arcoíris.
Los ancianos del pueblo siempre hablaban de estos duendes, seres diminutos y escurridizos que tenían un talento natural para pasar desapercibidos. Según contaban, los duendes eran criaturas trabajadoras, dedicadas a la zapatería, y aunque eran artesanos habilidosos, su verdadera pasión era acumular tesoros. Sus ollas de oro eran un secreto bien guardado, y nadie en Ballywhin había logrado encontrar una. Aparentemente, los duendes escondían estas ollas al final de los arcoíris, esos misteriosos puentes de colores que aparecían en el cielo después de cada tormenta, y las protegían con encantos y sortilegios para mantener alejados a los curiosos.
En este pueblo vivía un joven llamado Aiden, soñador y de espíritu aventurero. Aiden pasaba sus días ayudando a su padre en los campos, pero siempre se distraía mirando el cielo, especialmente cuando se formaba un arcoíris. Sentía una atracción inexplicable hacia ellos, como si algo en su corazón le dijera que debía buscar ese misterioso final del arcoíris. Los otros aldeanos se reían de él, le decían que los arcoíris eran solo reflejos de luz, hermosos pero sin sustancia, imposibles de alcanzar. Pero Aiden no quería creerles. Pensaba que, si había alguien que podría encontrar el final del arcoíris, ese era él.
Una mañana, después de una fuerte tormenta de verano, el cielo se despejó de repente y apareció un inmenso arcoíris que cubría todo el valle. Los colores eran tan vivos que parecían iluminar el aire mismo, y Aiden sintió una chispa de emoción encenderse en su pecho. Sin perder tiempo, tomó su viejo abrigo y una mochila con provisiones y se puso en camino. No sabía cuánto tendría que caminar, ni qué encontraría al final, pero el deseo de averiguarlo era más fuerte que cualquier duda.
Caminó y caminó por horas, siguiendo el arcoíris por colinas y senderos que nunca antes había explorado. A medida que avanzaba, el arcoíris parecía alejarse, como si estuviera jugando con él, llevándolo a través de bosques espesos y arroyos relucientes. Pero Aiden no se dio por vencido. Su determinación era tan fuerte que ni siquiera se dio cuenta de que estaba entrando en el Bosque Oscuro, un lugar que los aldeanos evitaban a toda costa debido a las historias de extrañas desapariciones y voces en la noche.
Mientras avanzaba por el bosque, Aiden comenzó a notar algo curioso: el aire se volvía más denso y las sombras parecían moverse por el rabillo de su ojo. Y luego, justo cuando comenzaba a cuestionar si debía continuar, vio algo que lo hizo detenerse en seco. Allí, entre los árboles, había una figura pequeña, vestida con ropajes verdes y una gorra puntiaguda. Era un duende.
El duende estaba inclinado sobre una pequeña caja de herramientas, reparando lo que parecía ser un diminuto zapato de cuero. Al escuchar los pasos de Aiden, el duende levantó la vista, y sus ojos verdes y chispeantes lo miraron con una mezcla de sorpresa y picardía.
—¡Oh, un humano! —exclamó el duende con una sonrisa—. Hace mucho que ninguno de ustedes se adentra tanto en el bosque. ¿Qué te trae por aquí, muchacho?
Aiden, aún sorprendido de haber encontrado a un duende en persona, respondió con honestidad:
—Estoy buscando el final del arcoíris. Dicen que allí los duendes guardan una olla de oro.
El duende lo miró con una expresión entre divertida y suspicaz.
—Ah, la olla de oro, ¿eh? ¡Una vieja y tentadora leyenda! Pero te advierto, muchacho, que ningún humano ha llegado al final de un arcoíris. Los colores solo son luces pasajeras, y lo que ves en el cielo no es más que un reflejo.
—Quizás —dijo Aiden con una sonrisa decidida—, pero si nunca lo intento, nunca lo sabré.
El duende soltó una carcajada y, para sorpresa de Aiden, se puso en pie.
—Eres valiente, te concedo eso. Muy bien, te haré una oferta. Si eres capaz de atraparme, te llevaré al final del arcoíris. Pero si no puedes atraparme, tendrás que regresar a casa y olvidar esta búsqueda.
Aiden aceptó el reto sin dudar, y el duende, tan rápido como un rayo, salió corriendo entre los árboles. Aiden lo persiguió, esquivando raíces y ramas, resbalando en el barro y saltando sobre rocas. Por momentos, parecía que lo tenía al alcance de la mano, pero el duende siempre lograba escapar en el último segundo, riendo y burlándose de él.
Finalmente, después de lo que parecieron horas de persecución, Aiden se detuvo, agotado, y cayó al suelo jadeando. El duende apareció junto a él, observándolo con una sonrisa enigmática.
—Eres tenaz, Aiden, y eso me gusta. Así que te daré algo a cambio de tu esfuerzo. —El duende extendió su pequeña mano y le ofreció una moneda de oro reluciente—. Es solo una de mis monedas, pero te dará suerte en tus aventuras. Eso sí, recuerda: los arcoíris son ilusiones, y lo importante no es lo que encuentras al final, sino el viaje mismo.
Aiden tomó la moneda, sorprendido por su peso y el brillo de su superficie. Al levantar la vista, el duende había desaparecido, y el bosque se sentía extrañamente silencioso y sereno. Guardó la moneda en su bolsillo y comenzó el largo camino de regreso a Ballywhin, sintiéndose algo decepcionado pero también satisfecho de haber intentado alcanzar el arcoíris.
Al llegar al pueblo, Aiden nunca habló sobre su encuentro con el duende ni sobre la moneda que llevaba consigo. Sin embargo, desde aquel día, su suerte cambió: cada proyecto que emprendía prosperaba, y cada reto que enfrentaba lo superaba con facilidad. No necesitó la olla de oro al final del arcoíris; había encontrado algo mucho más valioso en el viaje: la convicción de que a veces lo que buscamos no está en el destino, sino en el camino mismo.
Con los años, Aiden se convirtió en un hombre sabio y generoso, conocido por su buena fortuna y su capacidad para enfrentar cualquier dificultad. A veces, en las noches de verano, miraba el cielo buscando un arcoíris, sonreía para sí mismo y acariciaba la moneda de oro que siempre llevaba en el bolsillo. Sabía que los duendes existían, y que, aunque el oro físico tal vez nunca estaría a su alcance, él había encontrado su propia “olla de oro” en el coraje de seguir sus sueños.
Así, la leyenda de los duendes y el arcoíris vivió en su corazón y en su pueblo, recordando a todos que, aunque los arcoíris sean esquivos, la verdadera magia siempre está al alcance de aquellos que se atreven a buscarla.
Buen cuento como la vida misma. Si no te decides nunca conseguirás nada. Está bien perseguir los sueños e intentarlo cuando se tiene claro lo ue se quiere y disfrutar del camino. Un saludo Regina
Hola 🙂
Realmente es el viaje el que vale la pena siempre.
Un gran saludo
Sin duda alguna la olla de oro siempre es una tentación. Pero creo que no es una buena idea perseguirla. Es mejor plantearse la vida con objetivos realistas y ponernos en marcha para conseguir aquello que realmente nos gusta y que entra en lo posible. Me ha encantado el cuento.
Bueno Katy, un cuento es un cuento y lo importante es más lo que cada uno interpreta que el texto en si.
Pequeños objetivos asumibles es menos frustrante que algo inalcanzable, pero siempre en la misma dirección… hacia adelante.
The lesson of perseverance is timeless.
That’s Swabby.
Effort and perseverance is how you achieve your goals.
Greetings